domingo, abril 29, 2007

Reflexiones sobre la descentralización y Gobiernos Locales

La política centralista del gobierno actual, bajo el manto de un proceso de descentralización artificial, viene ignorando la importancia histórica de las municipalidades a lo largo de la vida republicana del país. Los decisores políticos del gobierno central, merced a una improvisación patógena en la transferencia de funciones, continúan irrogándose un espíritu democrático descentralista, avalado involuntariamente por los diferentes actores locales, ONGs, analistas políticos, y otros expertos en gobiernos multinivel.

A menudo se olvida que las decisiones y propuestas racionales en el ámbito de los gobiernos locales tienen que nacer a partir de un adecuado entendimiento de la autonomía local. Bajo esta premisa, la definición más acertada de autonomía local es aquella que proclama la capacidad de las municipalidades para gestionar, ordenar, e intervenir en una parte importante de los asuntos públicos. Es necesario, por tanto, contar con la potestad para ejercer competencias sobre una determinada materia, con lo cual “autonomía” y “competencias” son conceptos ligados indisolublemente.

Apelar a dicha autonomía no es -como pretende el APRA y la derecha- invocar libertinaje en la administración y distribución de las finanzas públicas locales. La existencia de un ordenamiento jurídico nacional prohíbe per sé comportamientos anárquicos en el tercer nivel de gobierno, máxime tratándose de Estados unitarios. Que algunas municipalidades hayan tenido gestores deficientes o decisores políticos de poca monta es otro cuento, inevitable incluso en otros países más desarrollados, donde la actividad oportuna de los interventores (contralores) restaura el orden democrático.

Ahora bien, la transferencia de competencias no debe ser, ni tiene que ser, una concesión graciable o demagógica del Poder Ejecutivo o del Parlamento. Es más, la transferencia debería ser del tipo “bottom – up”, es decir son los gobiernos subnacionales quienes deben solicitarlas en virtud a sus necesidades institucionales y reales capacidades de gestión. No perdamos de vista que las tres características de toda competencia son: exclusividad (cuando no son competencias compartidas), decisoriedad, especificidad.

Pese a estas consideraciones usualmente claras, los gobiernos de turno se han caracterizado por ser excesivamente centralistas. Lo que han hecho desde los albores de 1980 ha consistido en meras desconcentraciones administrativas, aún cuando los prefectos, gobernadores, o presidentes de los consejos regionales, fueron personajes de confianza designados discrecionalmente desde Lima Metropolitana. Por lo tanto, ningún traspaso de gestión burocrática puede equipararse a un proceso de descentralización, pues éste comporta transferencia de poder político real y no únicamente nominal.
En sintonía con dicha transferencia de poder avalo la bondad de un Estado descentralizado, porque un poder compartido entre dos o tres niveles de gobierno es más democrático que un poder centralizado en un solo nivel, aunque la eficiencia gubernamental tenga otra dirección. Así por ejemplo nadie dudaría en términos de eficiencia y eficacia sobre la gestión pública en Francia o Reino Unido, aunque ambos países sean centralistas por vocación.

Ahora bien, la existencia de tres niveles de gobierno generará siempre conflictos competenciales, máxime en el caso de las competencias compartidas. Salvo Educación y Salud, el resto de competencias sectoriales están reservadas, en principio, para los gobiernos regionales y no así en favor de los gobiernos locales, pese a que éstos últimos (por el principio de subsidiariedad) vienen ejecutando de manera artesanal políticas en turismo, medio ambiente, comercio interior, entre otros.

¿Pueden las municipalidades asumir competencias sectoriales? SÍ, en tanto y en cuanto la naturaleza de la materia y la capacidad de gestión de sus burocracias locales lo permitan. Aunque la educación y la salud, competencias claves del desarrollo humano y social, aconsejen a las municipalidades su prestación debida, me temo que de las más de 1830 instituciones ediles sólo un porcentaje cuenten con real capacidad para gestionarla eficientemente. La transferencia de salud y educación no deben hacerse por simple populismo, sino para eficientar su prestación.

Todas estas razones conllevan a concluir que al presidente Alan García la educación no le interesa. Ocupa un lugar prioritario en su agenda los tratados de libre comercio, y la sumisión incondicionada a Washington. Es probable que algunos sostengan lo relevante del crecimiento económico; no obstante desde 1950 ha quedado demostrado que si bien el desarrollo económico puede ayudar, no garantiza la igualdad, mucho menos la consolidación de la democracia sustantiva. De nada sirve crecer 6% anual si existe una distribución inequitativa de los recursos.

Por lo tanto, las transferencias futuras programadas en el calendario “descentralizador” de este gobierno se prestarán al juego político y a las condiciones del APRA, con lo cual se enciende el riesgo inminente de evitar la ejecución de planes de desarrollo a largo plazo, y sobretodo se genera la perversión de que las prioridades de los gobiernos regionales y locales se orienten en función de los recursos a transferirse y no en función a las necesidades de los gobiernos subnacionales, y por ende de los ciudadanos.

martes, abril 10, 2007

Repensando en el concepto de autonomía local

A raíz de la aprobación del DS 025-2007-PCM, por el que se fija remuneraciones y dietas de alcaldes y regidores, algunos análisis profusos han sostenido que la medida adoptada ha vulnerado la autonomía de las municipalidades. Tan sólo para el presidente García y el partido de gobierno el decreto aprobado es legal y constitucional, habiendo obedecido su emisión a una decisión legítima enmarcada dentro de las potestades y atribuciones que el sistema constitucional otorga al Poder Ejecutivo.

Si bien una adecuada interpretación sistemática de la constitución, con todo el bloque de constitucionalidad que ello implica, puede llevarnos a concluir que la autonomía local ha sido infringida, merece la pena determinar el contenido esencial de tal autonomía, máxime cuando el propósito es delimitar el corpus de actuación de los gobiernos regionales y locales. Dicha tarea, nada sencilla, supone tener en cuenta dos aspectos sustanciales: Distinguir la autonomía funcional de la autonomía política; y, excluir el principio de jerarquía en la relación entre gobierno central y gobiernos subnacionales.

Respecto a la primera consideración cabe advertir que la autonomía política supone, normalmente, autonomía funcional, pero no toda autonomía funcional conlleva autonomía política. El BCR, las entidades de tratamiento empresarial, los organismos reguladores, entre otros, tienen garantizado independencia en el ejercicio de sus funciones. Para evitar la intromisión de terceros, la constitución o la ley reconocen la autonomía funcional para el adecuado desempeño de atribuciones, aunque a veces estas instancias son capturadas por el poder político o económico.

Empero, lo que estas entidades no tienen es autonomía política. Primero, porque carecen de atribución para adoptar decisiones políticas, es decir, no ejercen funciones de gobierno; segundo, porque al no tener una legitimidad derivada de elección popular sus ámbitos quedan relegados al campo técnico administrativo; y, tercero, porque no tienen potestad para aprobar normas generales y abstractas de carácter vinculante a todo ciudadano. Pueden autonormar sí su organización interna, y sus disposiciones serán obligatorias en tanto y en cuanto el ciudadano posea una vinculación administrativa.

Desde esta perspectiva, los únicos órganos que gozan de autonomía política son, a nuestro entender, el Parlamento y el Poder Ejecutivo en el nivel del gobierno central, y los gobiernos locales y regionales en el ámbito subnacional. Está demás decir que también poseen autonomía económica y autonomía administrativa para el ejercicio de sus respectivas burocracias.

En cuanto a la segunda consideración, es menester soslayar que en la relación entre gobiernos de distinto nivel no cabe espacio para el principio de jerarquía. Entre los gobiernos de un mismo Estado no existe subordinación, sino por el contrario una relación de cooperación y coordinación entre autonomías políticas que ejercen potestades y atribuciones en una determinada jurisdicción. Ello, sin duda, no es óbice para que los gobiernos subnacionales, en virtud a la garantían institucional de la que están investidos, pretendan estar al margen del ordenamiento jurídico nacional y de los lineamientos generales de políticas públicas legítimamente tomados por el gobierno central.

Por lo tanto, la vinculación entre gobierno central y gobiernos subnacionales se rige por el principio de competencia. Ahora bien, si el ejercicio de una competencia está delimitado por decisiones políticas que un gobierno toma soberanamente sobre su territorio, ¿Hasta dónde llega dicha autonomía? Responder tal interrogante sin utilizar un metalenguaje determinado es incómodo, pero intentaremos despejar tal inquietud para nuestros lectores.

En Estados federales son las constituciones políticas las que establecen la separación de competencias entre el Estado federal central y los Estados federados, de manera que el reparto competencial y el ejercicio de la autonomía política llegan hasta donde expresamente prevé el texto fundamental. En cambio, en Estados unitarios descentralizados, la distribución de competencias lo hace una ley (orgánica u ordinaria), y si esta norma no es clara e inequívoca resulta complejo determinar hasta dónde llega la autonomía subnacional, máxime tratándose de competencias compartidas y delegadas.

En este último supuesto, la autonomía política queda delimitada por el juez constitucional vía el proceso denominado “Conflicto de competencias”. De esta forma, la amenaza al proceso de descentralización por parte de un Congreso hostil, sujeto al juego político interesado de los grupos parlamentarios, se ventila ante el Tribunal Constitucional. Empero, si la agresión proviene de un Poder Ejecutivo abiertamente centralista, el conflicto se resuelve vía la “Acción Popular”, merced al cual el Poder Judicial ordenará la ilegalidad o inconstitucionalidad de un decreto del gobierno.

Como es de observarse, el conflicto competencial entre gobierno central y regional es de por sí engorroso; no obstante, el problema se agrava cuando entran en escena las municipalidades. De hecho, en Europa y en países sólidamente descentralizados el protagonismo lo tienen los segundos niveles de gobierno (regiones, comunidades autónomas, Länder). Pero nuestro país es municipalista por tradición e historia.

Por tanto, en escenarios regulados deficientemente y con un reparto competencial confuso, la delimitación de las autonomías municipales recaerá en los órganos jurisdiccionales, ordinario y constitucional, quienes determinarán la existencia o no de vulneración autonómica. Se requieren por tanto asesores legales idóneos y gerentes municipales eficientes. Pero además, partidos políticos, alcaldes y regidores, con capacidad de negociación ante el poder central, porque la solución al problema, no es, ni será, únicamente normativa.