lunes, agosto 27, 2007

¿Reconstrucción Amañada?

Han transcurrido diez días desde el lamentable sismo que dejó en ruinas varias ciudades de Ica, y otros departamentos del país, y el gobierno de Alan García no sólo viene demostrando incapacidad en el manejo o gestión de los asuntos públicos, sino también graves desaciertos que confirman a un presidente del Consejo de Ministros como aquel niño tonto que se solía parodiar perfectamente en reiteradas escenas cómicas de televisión.

A la falta de capacidad gubernamental para encarar adecuadamente acontecimientos contingentes, se suman: Inexistencia de un verdadero órgano estatal encargado de la defensa civil; el escándalo derivado de la licitación de patrulleros chinos; el vergonzoso ingenio natural de Rafael Rey para promover cierta bebida alcohólica; la creación de un improvisado fondo rotulado “Fondo para la Reconstrucción del Sur” (FORSUR); y demás reacciones poco afortunadas del mandatario, que lo han desnudado como déspota, soberbio, contradictorio, escaso de asesoría e información.

La improvisación del FORSUR es tan manifiesta que el Premier ha sugerido una serie de modificaciones que serán debatidas en el Pleno congresal próximo. Lo cierto es que la constitución del fondo podría significar la espada de Damocles para el propio gobierno, toda vez que su adscripción a la Presidencia de la República supondría responsabilidad política de Alan García en caso los funcionarios del fondo evidencien ineptitud en sus funciones. En este supuesto, no sería descabellado sugerir la consumación de un supuesto de “incapacidad moral permanente” del jefe de Estado.

Con bombos y platillos se celebra la designación de Julio Favre, empresario avícola, como director del FONSUR. Las sabias recomendaciones de Cecilia Blume, Verónica Zavala, Cayetana Aljovín, Rosa María Palacios, y otros tantos amateurs en reforma de Estado, parecen concretarse. Para los neoliberales hay que convertir al Estado en una empresa, dotándola de una estructura y organización gerencial para lograr la eficiencia y eficacia. La solución que ofrecen para liberarnos de tanta burocracia inútil es la extrapolación de una cultura gerencialista o mercantilista al ámbito público. Por lo tanto, hay que designar funcionario a un empresario exitoso.

Pero además el FONSUR desnuda otra realidad del Perú: el centralismo. Utilizando el pretexto de que los gobiernos regionales y locales son ineficientes por antonomasia, el gobierno central propone la creación de un fondo adscrito a la Presidencia de la República. En lugar de transferir recursos necesarios para afrontar las demandas sociales de las zonas afectadas por el desastre, encuentra en un fondo de 260 millones de soles la panacea, cuando la solución consiste más bien en dotar de recursos a los gobiernos regionales y apoyar el fortalecimiento de las 26 direcciones regionales encargadas de la defensa civil, con énfasis en los que tienen menos presupuesto y en aquellos ubicados en zonas de riesgo.

Para el Poder Ejecutivo el Instituto de Defensa Civil (INDECI) es un estorbo, sirviendo sólo para realizar simulacros de sismo, programas de sensibilización, y programas de prevención. El Ministerio de Vivienda, y los demás ministerios involucrados, en el mejor de los casos, son insuficientes para ejecutar políticas públicas post desastre. Las direcciones regionales de defensa civil y las municipalidades tampoco sirven para dicha tarea. ¿La solución? Crear un fondo cuyo directorio reafirme el pacto APRA y derecha, en lugar de integrar a los profesionales más idóneos.

¿Qué se viene tejiendo alrededor del FONSUR? No lo sabemos en principio, pero la incomodidad de algunos funcionarios del gobierno respecto al rol fiscalizador de la Contraloría General de la República en zonas devastadas, invitan a predecir situaciones futuras. Al fin y al cabo, las atribuciones del FONSUR no son protocolares: priorizar las obras que serán ejecutadas; aprobar las operaciones fiduciarias para administrar los recursos destinados a los damnificados; pero sobretodo, autorizar la contratación de personas naturales o jurídicas para la ejecución de obras.

La iniciativa ideada por George Bush y su entorno republicano parecería aleccionar al gobierno. Invadido Afganistán y pulverizado Irak tras la ocupación Norteamericana, denominada sarcásticamente “guerra preventiva”, había que reconstruir el país del golfo pérsico. ¿Quién se encargaría de la reconstrucción del otrora imperio mesopotámico?; ¿En manos de quién o de qué recaería la reconstrucción de las ciudades de Bagdad o Kabul? En manos de grandes empresas constructoras ligadas al Vicepresidente Dick Cheney.

Según la BBC., la empresa de ingeniería petrolera Kellogg Brown and Root (KBR), filial de Halliburton, dirigida por Dick Cheney, ha sido la mayor beneficiada con los contratos federales para los dos países, valorados en su caso en más de US$2.300 millones. El grupo Bechtel ocupa el segundo lugar, con aproximadamente US$1.030 millones. De esta forma, los contratos para la reconstrucción de Irak y Afganistán, que suman más de US$8.000 millones, quedaron en manos de 70 empresas estadounidenses que donaron más de medio millón de dólares para la campaña electoral de George W. Bush.

La ciudadanía está cansada de tanta ineptitud evidente de García, del partido de gobierno, y del equipo que está al frente del Poder Ejecutivo. La creación de fondos, para diversos propósitos, es una contradicción a la reducción del aparato estatal como modelo de reforma de Estado que tanto jacta al gobierno. Es probable que para esconder tantos desaciertos, el APRA capitalice el “psicosocial”: ¿Qué pasaría si en Lima Metropolitana de produjera un sismo de 7,9 grados de intensidad?

lunes, agosto 13, 2007

Los culpables de la desdicha del Perú: Gobiernos regionales en la mira

Cuando en el país se suscita un acontecimiento saludable, el gran responsable es el Poder Ejecutivo y el partido que ejerce el gobierno nacional. Pero cuando se suceden eventos trágicos y lamentables, como los acaecidos durante la semana pasada con el transporte interprovincial de pasajeros, los grandes culpables son los gobiernos regionales, incapaces e ineptos, según Alan García, para gestionar las diferentes competencias sectoriales que desde el 2005 les fueron transferidas.

En efecto, desde el año 2004 se han formulado planes anuales de transferencia, según los cuales, se ha transferido a la fecha 129 funciones de un total de 185 (69.7%). Tan elogioso es el susodicho espíritu descentralista del APRA, como perverso es que a 2 años de gestión se les impute a las regiones responsabilidad por las debilidades en las políticas públicas de turismo, agricultura, comercio, minería y energía. Lo mismo con el “shock de inversiones”. Incapaces son los gobiernos regionales y las municipalidades, dado la ineptitud en el manejo de la cosa pública.

Los gobiernos regionales sólo sirven, entonces, para obtener réditos políticos. Son grandes aliados a la hora de lanzar propuestas demagógicas como el shock de la descentralización; son amigos útiles para lograr, de sus representantes congresales, votos para ganar la mesa directiva, a cambio obviamente de lobbies que explican la hegemonía de una minoría oficialista en el Parlamento. Sin embargo, cuando de movilizaciones sociales se trata, reivindicando legítimas plataformas políticas, son los grandes enemigos, a quienes hay que castigarlos penalmente por azuzar los conflictos sociales y alterar el orden público.

Los trágicos accidentes de tránsito que han enlutado recientemente a varias familias peruanas, viene siendo el pretexto perfecto del Poder Ejecutivo para evadir responsabilidad de gestión pública y responsabilidad política. Responsabilidad de gestión, por un lado, porque el sector transportes es una competencia compartida entre los tres niveles de gobierno. Es falso, por tanto, atribuir a los gobiernos regionales responsabilidad exclusiva, arguyendo la transferencia de la competencia en mención.

Responsabilidad política, de otro lado, porque en los regímenes presidenciales latinoamericanos, los ministros de Estado (conocidos también como secretarios) son responsables políticos de sus carteras ministeriales. Esta responsabilidad política se hace efectiva a través de un voto de censura, merced a una motivación política que, a juicio del Parlamento, suponga incapacidad para el cargo encomendado. Si el inefable Fernando Rospigliosi fue expectorado del gabinete, con razón, por los sucesos de Ilave, hay razón legítima para exigir la responsabilidad política de la actual titular de Transportes y Comunicaciones.

Conviene recordarles, finalmente, a los grandes técnicos del gobierno, conspicuos analistas del proceso de reforma de Estado, que en la problemática del transporte no sólo está involucrada la cartera respectiva, sino además el sector interior, encargado de hacer cumplir la normativa de seguridad y tránsito en las carreteras del país. Hay, por tanto, responsabilidad del Ministerio del Interior, imputable al sector y al gobierno nacional, en virtud a que “interior” es una competencia exclusiva del Poder Ejecutivo, imposible de ser transferida.

Paralelamente, el Poder Judicial y el Ministerio Público también tienen algo que decir, con la salvedad que éstos, el primero poder del Estado, y el segundo, órgano constitucionalmente autónomo, carecen de responsabilidad política. No obstante, las denuncias, investigaciones, y posteriores sanciones a las infracciones, al incumplimiento de exigencias administrativas para circular por el país, a la sistemática informalidad de empresas de transportes fantasmas, deberían ser efectivas, ejemplares, transparentes, sumarias, disuasivas.

Por lo tanto, el Estado debe regular toda actividad privada que preste servicios públicos al ciudadano. No se trata de intervenir para corregir únicamente las fallas del mercado, o para fijar el precio de los servicios; tampoco se trata de desplegar actividades regulativas ex post. La regulación tiene que ser de inicio a fin, durante todo el proceso gestor de políticas públicas; caso contrario, se suscitaría la gran paradojahabría de regular el sector minero solamente ante la pérdida de vidas humanas, ocasionada por el derrumbe de un socavón operado por una de las multinacionales mineras.