sábado, setiembre 01, 2007

La vertebración de Europa

La dialéctica sobre el proceso constitucional de Europa continúa siendo el centro de atención en las esferas políticas y académicas imbuidas en la temática comunitaria, máxime después de la negativa francesa y holandesa para ratificar, vía referéndum, el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa; el escepticismo de Polonia y el Reino Unido; el ingreso de nuevos Estados miembros como Bulgaria y Rumania; y los esfuerzos de la actual presidencia de la Unión por impulsar la vertebración de Europa.

Uno de los aspectos centrales del debate versa sobre la naturaleza jurídica del Tratado Constitucional, que aunque formalmente reúne las características típicas de un tratado internacional, materialmente se asemeja a una Constitución. En lo que parece haber mayor consenso es en el carácter vinculante de la Carta de Derechos Fundamentales, pese a la ausencia de su valor jurídico, tal como lo ha soslayado el Tribunal de Justicia comunitario.

La pacífica compatibilidad entre liberalismo, europeísmo federal, nacionalismo moderado, profundización de la Unión con vistas a su federalización, la relación con los pueblos de Europa, la nueva visión policéntrica respecto a la cuestión regional, y la primacía de los derechos fundamentales, configuran los ejes centrales de las propuestas teóricas que inspiran un nuevo modelo de constitución europea, encaminado acaso a lo que sería los “Estados Unidos de Europa”, o el “Estado Federal Europeo”.

La adopción de este modelo supone por cierto, entre otras cosas, abandonar el dogma de los Estados – Nación y asumir una soberanía compartida entre el cuerpo supranacional y sus integrantes. La experiencia de la Unión Europea es una muestra evidente que contradice tal dogma, dado que se trata de un ente supranacional integrado por Estados – Miembros. En puridad, no estamos ante un Estado nación propiamente dicho. La Unión goza de soberanía compartida con sus miembros, quienes en virtud a su voluntad integracionista han cedido parte de sus competencias.

Pero la Unión Europea no es la panacea. Frente a una Europa de Estados, un sector intelectual reclama una Europa de las regiones como válvula de escape a la problemática que supone la transferencia de competencias a la Unión sin intervención de las regiones. En efecto, la integración supondría una suerte de expropiación de competencias y capacidad decisoria en políticas públicas a los segundos niveles de gobierno, tal como muestra el caso español, donde la transferencia competencial a sus comunidades autónomas se produjo años antes de la integración española a la Unión.

De otro lado, más allá de la admiración al modelo federal alemán, quienes proponen la federalización europea para profundizar la integración comunitaria, no esbozan fundamentos teóricos, o empíricos, convincentes que demuestren la pretendida ventaja del modelo federal por sobre el unitario. Si para vertebrar Europa es vital transitar a una suerte de mega “estatalidad”, que stricto sensu aún no posee la Unión, no se explica de manera inequívoca porqué una Europa Unitaria sería desventajosa para las aspiraciones integracionistas y para el propio proceso constitucional europeo.

La tesis de que el modelo federal “acabaría” con una férrea soberanía formal de los Estados miembros, y que en paralelo garantizaría una mayor reivindicación de la regiones europeas, es relativa. La transferencia de poder real del Estado central a sus regiones obedece a un espíritu descentralista de quien detenta el poder, en un momento dado, al margen de si el Estado es uno del tipo unitario o federal. Un Estado formalmente federal, que monopoliza el ejercicio de aquellas competencias susceptibles de ser transferidas a sus regiones, es tan contraproducente como aquellos Estados Unitarios centralizados.

Es cierto que si bien se ha reemplazado la concepción de los Estados Nación por la de los Estados miembros, la consecución de una Europa Federal no arrebataría el protagonismo principal de sus integrantes, así como tampoco otorgaría, necesariamente, un papel preponderante a sus identidades regionales. La participación activa de las regiones en las instituciones de la Unión, la creación de una tercera cámara que las integre, la adopción de decisiones de carácter vinculante, y una verdadera inclusión de ellas en los órganos de la Unión, pueden lograrse también con una Europa Unitaria.

Como quiera que los miembros de la Unión son Estados y no regiones, una salida perfectamente válida sería que los Estados miembros antes de adoptar una decisión que suponga la cesión de competencias a la Unión, o la suscripción de nuevas reglas de mercado, pongan en agenda de los diferentes actores sociales y políticos dicha cuestión, a efectos de que la propuesta nacional ante la Unión derive de un proceso dialógico, participativo y concertado de las regiones y sociedad civil.

Ante el temor de resquebrajarse la integración, conviene acotar que el Tratado Constitucional no impide referéndum de autodeterminación. Ello ha sido despejado por la evidencia empírica del nuevo Estado de Montenegro, declarado Estado independiente de Serbia por la voluntad general de sus ciudadanos. La Unión no puede obligar la anexión de Estados, ni mucho menos evitar su fragmentación. Le basta que en esos procesos se garanticen derechos fundamentales y se respeten los procedimientos constitucionales, las leyes, y otras reglas de juego que suponen la elección de estatalidad independiente.

Sin duda, el tema invita a mayores reflexiones desde los diferentes sectores políticos, espacios académicos y actores sociales, que coadyuven al fortalecimiento y consolidación de la integración europea. Estamos frente a un proceso inacabado, con ciertas debilidades, sujeto al curso de la historia y a las nuevas tranformaciones sociales, políticas, culturales y económicas.

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